A flor de mantel
Así indica Apicio en su recetario De Re Coquinaria la manera de elaborar vino de rosas y violetas. De esta manera no sólo recoge una receta que al paladar actual le resultaría desconcertante (aunque quizás no tanto como los lirones con miel o las vulvas de cerda); además, proporciona el primer registro conocido de consumo de flores comestibles de la Historia.
Las flores comestibles han vivido varios florecimientos (no pun intended) en diferentes épocas y culturas. Históricamente, en nuestro país nunca han tenido un alcance significativo; de hecho, se las considera oficialmente nuevos alimentos sólo desde 1997. Las únicas flores cuyo consumo se encuentra registrado antes de esa fecha son las de espliego y las de ortiga. Pero basta echar un vistazo al resto del mundo para comprobar las diferencias con otras culturas. Son ingrediente habitual en China desde la dinastía Tang y están presentes en numerosas recetas tradicionales como el bai hu gao o “pastel de mil flores”. En Inglaterra, durante la época victoriana, se puso de moda el arte de escarchar flores. Violetas, pensamientos, flores de lavanda o pétalos de rosa se convertían en bellas y delicadas esculturas gracias al recién llegado azúcar granulado. La rosa también se utiliza comúnmente en la India, así como las caléndulas, las flores del plátano o las del tamarindo. Durante los años 60 y 70, en las culturas anglosajonas se popularizaron las flores como elemento decorativo siguiendo una corriente estética propensa a la cursilería y a los excesos, de modo que el mundo gastronómico pronto se aburrió de sepultar sus recetas bajo parterres.
Pero de un tiempo a esta parte han vuelto a conquistar la alta cocina. Su tacto aterciopelado, su gama de sabores que va desde lo dulce a lo picante pasando por lo cítrico, su vivo colorido y su capacidad de sofisticar casi cualquier preparación son razones poderosas para que los chefs de nuevo las consideren un broche culinario perfecto. Los talleres de cocina con flores en las escuelas más modernas y los kits de autocultivo para obtener flores comestibles frescas y libres de tóxicos han terminado de acercar la tendencia al cocinero aficionado.
FLORES COMO INGREDIENTE…Y DECORACIÓN
Las flores pueden utilizarse como elemento decorativo o como ingrediente de pleno derecho en un plato. Las más pequeñas y bonitas, como los pensamientos, las violetas o las flores de lavanda, suelen emplearse para adornar; mientras que las menos usuales ofrecen otras posibilidades interesantes. La flor del calabacín, por ejemplo, está deliciosa tanto frita como rellena. Las flores de la familia del ajo, la cebolla o el cebollino condimentan de manera suave cualquier receta que lleve el mismo ingrediente en forma de fruto. El jazmín o el hibisco aromatizan numerosas mezclas de té. Las caléndulas y las capuchinas pueden servirse en una ensalada de color espectacular y sabor complejo e intenso. Y, para cuando hace falta un remate divertido en un plato, no podemos olvidar del botón de Sichuán, también conocida como “flor eléctrica” (si nunca la has probado, el efecto que tiene es… bueno, para qué estropear la sorpresa).
De todas formas, para disfrutar plenamente de estas voluptuosidades vegetales tenemos que guardar ciertas precauciones. En general, las flores que no han sido cultivadas expresamente para su consumo gastronómico no son seguras. Los ejemplares de floristería o de parques públicos son tratados con químicos que resultan tóxicos para nuestro organismo. Por otra parte, al igual que ocurre con las setas, debemos tener plena seguridad de a qué especie pertenece la flor que estamos utilizando y si es comestible o no. Es importante retirar los estambres y el pistilo, especialmente en el caso de que algún comensal sea alérgico al polen. Y, como ya advertía Apicio hace 2.000 años, mejor retirar la parte blanca de los pétalos. Lo demás es simplemente lavar y secar muy cuidadosamente para que no se estropeen… y dejarse llevar por este festival sensorial de colores, aromas y texturas.
Con lo mal que ha sonado siempre “comeflores”, ¿verdad?